Fotografia ilustrativa del cuento.
En un jardín rodeado de altos muros había una fuente; en lo alto del muro un hombre enfermo de sed miraba con gran deseo el agua. De repente quitó un ladrillo de adobe del muro y lo tiró a la fuente. El sonido que hizo al caer en el agua llegó a sus oídos como si fuera la voz del dulce y bello compañero, y el agua le pareció que era vino. El placer que produjo este sonido en el hombre fue tal, que más y más rápido extraía ladrillos y los tiraba al agua.
El agua dio un chillido: “Ay ¿por qué me arrojas ladrillos? ¿qué ganas con ello?” El hombre sediento le respondió: “¡Oh dulcísima agua! dos beneficios hay en esta acción: en primer lugar, para el que está sediento el escuchar el sonido del agua es como escuchar la música de la lira, su melodía regala vida, al muerto lo revive; es como el sonido de la tormenta primaveral para el jardin de hierba y narcisos; el sonido del agua es como la limosna para el pobre; el anuncio de la libertad para el preso; es el perfume de Dios que desde el Yemen llegó a Muhammad; el perfume del puro y bello José que en sus vestidos reconoció su padre Jacob. Y el segundo beneficio es éste: yo cada vez que lanzo un ladrillo a la dulce agua, más cerca de ella estoy, pues el muro se rebaja".”
Doblarse y postrarse ante Dios es como extraer los ladrillos: cada vez que quitas un ladrillo de orgullo, tu muro de soberbia se rebaja y te acercas más al agua de la vida y de la verdad. Cuanto más sediento se está, más rápido se extraen los ladrillos y cuanto más se está enamorado de la melodía del agua, ladrillos más grandes se sacan.
Fuente: iranbaniadam.blogspot.com.es
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